Por: Andrés Palacio Villa
Jesús no había sido un muchacho brillante. Desde cuando tenía seis años de edad, los médicos decían que padecía problemas siquiátricos o cognoscitivos; que “normal no era, en todo caso” y que era mejor no hacerse esperanzas con el futuro del muchacho. A los 15 años era prácticamente otro sirviente en la ostentosa hacienda de la familia, una finca que quedaba en las tierras donde nació un hombre grande con nombre de pequeño que después empezó a ser el santo de los paisas; ante los abusos familiares, Jesús decidió huir de la casa.
Llegó a Medellín y encontró un empleo; el futuro parecía sonreírle, vivía suficientemente feliz haciendo mandados en el centro de la ciudad, llevando y trayendo cosas, especialmente en la estación del Ferrocarril, foco de desarrollo citadino. Trabajó toda la juventud para sobrevivir con lo justo: una pieza para dormir y un pan con chocolate para comer durante el día.
Había heredado de “Él” su nombre pero era radicalmente diferente y a la vez singularmente parecida la historia de este muchacho a la de cierto mesías cristiano bajo cuyo manto lo habían formado: austero y humilde de corazón pero escaso de brillo y lucidez; educado para la docilidad, no como el rebelde Jesús que partió la historia en dos. Complicaciones en el parto, supusieron, fue lo que dejó al muchacho “medio retardado”; sin embargo, para algo Dios había querido que naciera; cuando se “voló” de la casa, la familia supo que ese algo no estaba en esas tierras, nunca lo buscaron siquiera.
Esperanza fue la hija más querida de una familia también adinerada, residente en un pueblo en el que nació un loco brillante que fundó una cosa extraña: el “nadaísmo”. Estudió en el mejor colegio de la región y tuvo una infancia prodigiosa. No era un mujer bonita pero “charlaba” con el muchacho más “bien parecido” del pueblo; vino a la ciudad a estudiar y vivir con sus primas y fue ahí cuando la cosa cambió. Su familia, que era de “los liberales”, no se puso muy feliz cuando la muchacha empezó a andar con la corriente intelectual floreciente de la capital de la montaña –“una corriente de perdición”– dijo su madre cuando la muchacha le contaba quién era el padre del hijo guardaba en su vientre: “un gran poeta”, decía ella, –“otro vago más”– decía su papá. La joven creyó entender en ese momento que la única diferencia entre ser de una familia liberal y ser de una conservadora, era el horario de la misa a la que asistían unos u otros.
Esperanza había comenzado a amar el pequeño bulto que crecía cada día en su vientre, sus ilusiones y los deseos de entregarle todo el amor posible a esa “bolita” indefensa eran más grandes cada vez. Las imágenes recurrentes en las que lo veía crecer hasta que la superaba en tamaño engordaban las ansias. A pesar de todo, la fe de la chica se acabó cuando el pequeño relieve de barriga se desplomó desde su estómago bañándole en rojo las piernas como un rio que se llevaba consigo la conciencia de la muchacha; ella no rió ni lloró, toda su existencia estaba de pie ante un abismo después de aquel suceso, el silencio la invadió por un tiempo; cuando volvió a hablar su cordura ya no estaba en su lengua, por eso se fue a vivir a un hospital mental.
Jesús conoció la Esperanza en aquella casa blanca de las eternas horas de descanso. Él había terminado en ese lugar por motivos que no recordaba. Algo malo debía haber hecho que hiciera rabiar tanto a Dios como para que lo hubiera enviado a él, su hijo, a vivir en semejante lugar, pensaba.
Un tiempo después, habiéndolo planeado lo suficiente, se fueron de aquel hospital que condenaba a sus habitantes a morir locos; encontraron refugio en un lugar que Esperanza conocía lo suficiente como para saber que allí tendrían lo que a cada uno le gustaba.
Jericó, un pueblo lleno de iglesias para que Jesús las recorriera rezando y museos que ella adoraba, porque cada pieza, albergaba historias para contar y poesía para declamar. Lo mejor es que regularmente y hasta el día de hoy, llegan visitantes de la “gran ciudad” a quienes ellos con gusto les dan un regalo, un recuerdo: posan para cada cámara que quiera fotografiarlos, siempre de la misma manera: él, con las manos adelante sosteniendo el sombrero; ella, siempre apoyada en el bastón. Cualquier espacio en el parque del pueblo les sirve como fondo para perpetuarse en la historia.
FIN