Carta de la tusa navideña

Te sudé tres noches completas querida. Algo de mi y de lo que tuyo había dentro mio se ha ido con los escalofríos, las toses y el vómito. Y no se sabe porque se van las cosas con las pestes pero así te has empezado a deslizar desde el tope por la barra de contactos de la red social hacia ese maravilloso abismo en el que algún día deberás desaparecer convirtiéndote en «other friend».

Pues si, lo cierto María es que enfermé y tuve que quedarme tirado en cama por varios días. Y cuando me paré algo había cambiado, no porque recordara menos tus bellos ojos, o hubieran desaparecido mis ganas de besar tus labios morados, carnosos; ni tampoco porque me dieran menos ganas descubrir cada segundo el enigma de tu cara, sino porque me harté de ver comedias románticas y tomar bebidas calientes.

Al tercer día recuperé el gusto y volví a ver cine responsablemente llegando al drama de moda, una peli que me dijo lo que todo el mundo sabe y nadie acepta en medio de la tusa: «Todo va a estar bien». Eso me gusta del cine bellezura, que tiene el poder de dejar contenturas en el estómago y a veces hasta hace parecer que la vida es mejor o peor; sabiendo que es la misma vida bella en la que todo depende del jodido lente con que la encuadres, de la elección de la banda sonora, de si le ponés a la pieza del nene una cuna bien modelada en madera o una de esas horribles cunas con barandas de metal, y otro montón de cosas.

Total que salía en la peli un muchacho ‘peludito’ y entusado que al final sabía que valía madres y que no había que echarle la culpa a nadie para saber que las vainas no son porque no quieren ser y ya, porque la vida no tiene razones totales sino pequeñas puntillas de acción que moldean la minúscula plasta que uno es y que lo hacen ser más o menos plasta, o ser una plasta más cuadrada, triangular o redonda.

Y francamente María, seguro escribí que estaba enfermo para producirte lástima, pero afortunadamente el cine que tanto me gusta, me ha salvado. Ahora que las sillas no se venden tan bien, a lo mejor puedo intentar buscar un empleo en el cine o algo, o me pongo a vender películas descargadas de torrent de esas que te estuve quemando antes.

Adios, querida, si Dios quiere ya no te vuelvo a escribir.

José

Manifiesto

No hemos pretendido amar demasiado, porque de amores y amigos la soledad está llena, porque los recuerdos, que son más sin vos pero por vos, solo pueden decir que te has ido sin llegar del todo, que la memoria retiene porque la vida no apresa. Si el manifiesto no alcanza es porque necesitamos mucho para decir poco, porque la síntesis fue lo que en el cogote se nos ha quedado.

En el centro comercial, 5 PM, Domingo

Martin y Ana se encuentran, ella dice.

– ¿Cuando fue la ultima vez que te vi?
– No se
– Hace mucho no hablamos, ¿verdad?
– No se, no tanto.
– ¿Y bueno, que hay de tu vida?
– Lo mismo, sornero…
– Já, ¿siempre de pocas palabras, no?
– Si, no sé.
– Ya me acuerdo
– ¿De que te acuerdas?
– Que una vez creí que la güevonada era interesante.

Cuento breve o amor corto

Como si no fueran suficientes los meses que por mi cabeza has rondado, el cursor de mi equipo computarizado se queda parado sobre tu pequeño ‘avatar’ en la barra de chat y el recuadro de tu foto recuerda el pobre enamoramiento que se queda preso ante la poca voluntad que has tenido de liberarlo. Yo, como tu y mis hermanos, algún día preferiré la estabilidad. Por ahora puedo atormentarme sin pausa, sin voluntad de resistir en el dedo el clic que abrirá tu imagen, mi tormento.

Libro abierto

Este es un libro de cosas importantes,

un libro de poemas que no he escrito,

un tomo epistolar de cartas no enviadas,

el volumen biográfico de un hombre sin hijos,

el texto de miles de puntos. Aparte.

 

Donde palabras como “curva” se han vuelto planas,

la tipografía simula estar hecha a mano: obra de una computadora,

papel con olores a jazmín y rosas al olfato de un poeta resfriado.

 

Escrito bajo dieta de café descafeinado,

leche descremada,  endulzantes sin carbohidratos,

cigarros electrónicos y chocolates sin calorías.

 

La portada es la eterna primavera con relieve en silicona,

en la contraportada una descripción del sabor de la arena,

En la separata del autor el tipo que escribió yo no me atrevo

En la dedicatoria estás o estabas vos o aquella nena.

 

Historieta del dibujante sin tajalápiz,

enciclopedia de sucesos escrita por un tipo desde el coma,

guión de una comedia romántica no filmada,

diario de caminatas nocturnas y abrazos fuertes de un hombre sin pies o manos,

bitácora de viaje del que regresó y no encontró a nadie,

novela erótica del sexo con amor de los curas viejos…

El libro de los amores no vividos.

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Jesús con Esperanza

El presente cuento y la imagen fueron propuesta de un binomio de relato corto e imagen, para el primer concurso de Narrativa/fotografía de la biblioteca de la Universidad Eafit

                                                 Por: Andrés Palacio Villa

Jesús no había sido un muchacho brillante. Desde cuando tenía  seis años de edad, los médicos decían que padecía problemas siquiátricos o cognoscitivos; que “normal no era, en todo caso” y que era mejor no hacerse esperanzas con el futuro del muchacho. A los 15 años era prácticamente otro sirviente en la ostentosa hacienda de la familia, una finca que quedaba en las tierras donde nació un hombre grande con nombre de pequeño que después empezó a ser el santo de los paisas; ante los abusos familiares, Jesús decidió huir de la casa.

Llegó a Medellín y encontró un empleo;  el futuro parecía sonreírle, vivía suficientemente feliz haciendo mandados en el centro de la ciudad,  llevando y trayendo cosas, especialmente en la estación del Ferrocarril,  foco de desarrollo citadino. Trabajó toda la juventud para sobrevivir con lo justo: una pieza para dormir y un pan con chocolate para comer durante el día.

Había heredado de “Él” su nombre pero era radicalmente diferente y a la vez singularmente parecida la historia de este muchacho a la de cierto mesías cristiano bajo cuyo manto lo habían formado: austero y humilde de corazón pero escaso de brillo y lucidez; educado para la docilidad, no como el rebelde Jesús que partió la historia en dos. Complicaciones en el parto, supusieron, fue lo que dejó al muchacho “medio retardado”;  sin embargo, para algo Dios había querido que naciera; cuando se “voló” de la casa, la familia supo que ese algo no estaba en esas tierras, nunca lo buscaron siquiera.

Esperanza fue la hija más querida de una familia también adinerada, residente en  un pueblo en el que nació un loco brillante que fundó una cosa extraña: el “nadaísmo”. Estudió en el mejor colegio de la región y tuvo una infancia prodigiosa. No era un mujer bonita pero “charlaba” con el muchacho más “bien parecido” del pueblo; vino a la ciudad a estudiar y vivir con sus primas y fue ahí cuando la cosa cambió. Su familia, que era de “los liberales”, no se puso muy feliz cuando la muchacha empezó a andar con la corriente intelectual floreciente de la capital de la montaña –“una corriente de perdición”– dijo su madre cuando la muchacha le contaba quién era el padre del hijo guardaba en su vientre: “un gran poeta”, decía ella, –“otro vago más”– decía su papá.  La joven creyó entender en ese momento que la única diferencia entre ser de una familia liberal y ser de una conservadora, era el horario de la misa a la que asistían unos u otros.

Esperanza había comenzado a amar el pequeño bulto que crecía cada día en su vientre, sus ilusiones y los deseos de entregarle todo el amor posible a esa “bolita” indefensa eran más grandes cada vez. Las imágenes recurrentes en las que lo veía crecer hasta que la superaba en tamaño engordaban las ansias. A pesar de todo, la fe de la chica se acabó cuando el pequeño relieve de barriga se desplomó desde su estómago bañándole en rojo las piernas como un rio que se llevaba consigo la conciencia de la muchacha; ella no rió ni lloró, toda su existencia estaba de pie ante un abismo después de aquel suceso, el silencio la invadió por un tiempo; cuando volvió a hablar su cordura ya no estaba en su lengua, por eso se fue a vivir a un hospital mental.

Jesús conoció la Esperanza en aquella casa blanca de las eternas horas de descanso. Él había terminado en ese lugar por motivos que no recordaba.  Algo malo debía haber hecho que hiciera rabiar tanto a Dios como para que lo hubiera enviado a él, su hijo, a vivir en semejante lugar, pensaba.

Un tiempo después, habiéndolo planeado lo suficiente, se fueron de aquel hospital que condenaba a sus habitantes a morir locos; encontraron refugio en un lugar que Esperanza conocía lo suficiente como para saber que allí tendrían lo que a cada uno le gustaba.

Jericó,  un pueblo lleno de iglesias para que Jesús las recorriera rezando y museos que ella adoraba, porque cada pieza, albergaba historias para contar y poesía para declamar. Lo mejor es que regularmente y hasta el día de hoy, llegan visitantes de la “gran ciudad” a quienes ellos con gusto les dan un regalo, un recuerdo: posan para cada cámara que quiera fotografiarlos, siempre de la misma manera: él, con las manos adelante sosteniendo el sombrero; ella, siempre apoyada en  el bastón.  Cualquier espacio en el parque del pueblo les sirve como fondo para perpetuarse en la historia.

FIN

Cosa del abuelo

A don Ernesto le gustaba «surrunguiar» a veces una guitarra que su abuelo le habia regalado antes de morirse, el viejo nunca supo tocarla bien pero sabía que por la sangre de su familia tenía que correr música, música de la buena, de esa que antaño armaba parrandas en cada recodo del camino que del pueblo conducía a la vereda que lo había visto nacér y que era ahora también cuna de Gabrielito, su tataranieto, el nieto de Ernesto, y el hijo de Manuel.

Hasta el momento y desde la herencia de la guitarra no había habido ningún músico consagrado en la familia pero la vieja amiga de seis cuerdas seguía armando parrandas en cada curva de la carretera, sólo que ahora los ritmos habian cambiado, las canciones sonaban también en grandes aparatos endemoniados y que a pesar de lo bueno que se oían en estos «mounstruos» de parlantes, los desendientes del abuelo sabían que en el corazón de los de la vereda aún habían canciones que sólo la guitarra entonaba con singular alegría; canciones que sólo eran de ellos, que ningún aparato de esos habría podido hacer oír porque sólo la memoria y los cuentos del abuelo eran la cinta donde se guardaban esos sones.

A Ernesto le gustaba la idea de entregarle de una buena vez la guitarra a Gabrielito, ahora que estaba pequeño y que todavía la música podía ser para él un modo de vida; a Manuel no se la habia dado porque a él la vida lo había obligado a crecer rapido: levantandose desde los 7 años a picar caña y a cargar las mulas para la molienda, era esa la panela que levantaba la región, y era la panela que se levantaban ellos a producir. En el nieto veía Nesto -como le decía su esposa Ligia- el prodigio de la música, en Gabrielito quería poner sus esperanzas como alguna vez las había puesto su abuelo en él; sin embargo, sentía que a su nieto no le gustaba tanto la música como era necesario, por lo menos no había en el la curiosidad complice del aprendimiento de los niños en los instrumentos musicales, Ernesto se preguntó si no se habría equivocado con Manuel, el hijo que a los 6 años se habia cortado un dedo cuando reventó dos cuerdas de la guitarra centenaria ya mientras intentaba hacerla sonar bonito.

Seguía el papá de Manuel dudoso de las vocaciones musicales de Gabrielito pero se había decidido por fin a ver que sucedía cuando le prestara la guitarra por unos días. A Gabriel la boca se la cerro la mamá ya cuando el abuelo Ernesto se había ido después de dejarle la guitarra, el niño duró una hora en la casa mirando el instrumento, pensando que hacer con el, conociendolo, luego se había animado a sacarle algunos sonidos pero rapidamente se habia callado; su madre, advertida por su llerno trataba curiosa de oir  mientras pelaba unas papas lo que el niño hacía, de vez en cuando sonaba algún golpe seco y ruidos extraños de la guitarra, ella se conformó con gritarle al niño que cuidase la guitarra del abuelo.

 Don Ernesto volvió a la hora del «algo» a la casa de Manuel, para su desanimo la guitarra no sonaba, todo estaba calmado, cruzó el umbral de la puerta en busca de los habitantes y encontró a la esposa de su hijo en el comedor comiendo pan y chocola mientras aguardaba la llegada de alguién que aún no provaba la ración de más en la mesa, la mujer intuyó la pregunta del abuelo y mecanicamente dijo:

-Manuel aún no llega del cultivo, a Gabrielito le serví ese algo hace 15 minutos y nada que sale de la pieza, desde después del almuerzo está allá.

-¿y eso?, ¿que estará haciendo?

-ni idea, ruido no ha hecho casi por lo menos, vaya mire usted don Ernesto a ver pa’ que calme su duda.

El viejo Ernesto salió entonces por un corredor pequeño al final del cual vió dos puertas familiares a cada lado del pasadizo, golpeó dos veces, sólo para anunciarse, giró la manivela y empujó. Lo que vió no supo como interpretarlo, si bien entendió que lo que esperaba con ansias no se cumpliria algo de ilusión recorrió su cuerpo. A Gabrielito lo encontró bailando un ritmo de esos que se veían en las parrandas armadas por la guitarra en la vereda mientras abrazaba la guitarra: una compañera de curvas perfectas, simétricas. Entonces a Ernesto le salió una voz que si bien le era familiar sabia que era un registro inedito de su garganta, tonada mezcla de impaciencia, de amor y de anhelos:

-Mijo, ¿quiere que vayamos donde doña Amparo?, ella sabe bailar bien, ella si le puede enseñar; además las mujeres se mueven más que esa guitarra.

Al niño le bastó sonreir para decir sí.

Mini-Auto-Biografía

Respirando fuera de un vientre desde el 22 de febrero de 1992. Hombre biológica y mentalmente al parecer desde siempre. Fracasado en los multiples intentos de ser músico y poco provisto de talento para las ciencias exactas, no le quedó más remedio que ser Estudiante de Comunicación Audiovisual y Multimedia de la Universidad de Antioquia y un vagaso de intento de escritor al que le gusta la fotografía, ama el cine, tiene pensamiento de adolescente medio rebelde que gusta del periodismo mientras sean buenos los que lo hagan y no renuncia a la idea de que surgira un político «bueno» algún día.

Yo, machista.

Pocas cosas dan tranquilidad como ir a la biblioteca simplemente a escribir algo; asimismo lo hago ahora. Sin embargo la presencia incomoda de una mujer hermosa puede dañarlo todo. Será por ese estigma tan de nuestra cultura que hace pensar que las mujeres lindas no son inteligentes, cosa que bastamente se ha desmentido pero cuya realidad no es capaz de borrar de mi mente el pensamiento de que la mujer que a mi lado está, no debería estar en este sitio. ¡Maldita!, no me deja concentrar. Parece estar estudiando matemáticas o algo así, ha de ser que estudia la psicología masculina porque en su cuaderno sólo veo unos y ceros. ¿O será que… será que estudia economía? Es posible porque ahora que ha dado vuelta a la página y veo muy gráficas parecidas a las que inútilmente trataba de hacerme entender don Jorge: mi profesor de economía en la secundaria; -¿Qué tan grande habrá sido el fracaso de don Jorge con mi educación económica que ahora sólo trato de escribir algo decente?-. En fin, ésta mujer, mi vecina de mesa en la biblioteca, me ha preguntado si tengo un tajalápiz para prestarle -¡ja, a mi que tengo la mitad de esta hoja llena de tachones por la tinta del bolígrafo!- Sin embargo, estudie lo que estudie esta chica, sé que podrá convertirse en una adorable ama de casa, quizás esa no sea su pretensión pero acaba de tornarse en una posibilidad con alta probabilidad de cumplimiento, y eso lo sé porque ahora he comenzado a hablarle con obvias intenciones, intentaré no fallar…

Carácter sexual de un profesor de ciencias exactas

Trasnochando, como siempre le gustaba hacerlo, había logrado descifrar la ecuación que la ocupaba hacía ya quince años, fue ese el momento de su vida en el que más quiso abrazar a alguien pero ni modo, estaba sola; había descubierto los valores adecuados que darían origen a la vacuna más necesaria de los últimos tiempos y no había con quien celebrarlo. Miró de nuevo todo el procedimiento y estuvo segura de que sus cálculos no contenían ningún error. Quiso gritar, patiar, sacudir la cabeza;  pero no, hacerlo sola le parecía tonto y no había ningún concierto de metal cerca. Sabía lo importante que era para el mundo la cura del SIDA, sabía que los amantes de todas partes ahora estarían más felices pero a ella de nada le servía… o quizás sí, podría descubrir los beneficios que trae consigo la fama y de ese modo, después de una intensa y duradera sequía, tendría nuevamente alguien a quien tirarse, ya por supuesto y gracias a ella, sin el temor de convertirse en VIH +.

La profesora Sara tenía fama de ser una gran amargada y el colador de los estudiantes poco juiciosos, ahora le sonaba el celular -¡no faltaba sino esto!- pensó; “Gutiérrez” decía el aviso de la llamada entrante. Resultaba una tortura particular ver ese nombre en la pantalla del teléfono, una llamada de ese señor significaba casi siempre otra queja de algún padre de familia que no estaba de acuerdo en que, aún pagando, su hijo perdiera materias en la universidad; un papá de esos alcahuetones con cierta ínfula de superioridad que brinda la amistad del rector.

Los rasgos de todos los días en la figura de la profe no faltaban hoy, la mujer cabizbaja, delgada, desmaquillada y algo desvencijada aparecía nuevamente ante el marco de la puerta del decano, otra vez dispuesta a que su cabeza rodara.

El decano, don “Gutiérrez”, era un maricón de medio pelo que había llegado a joder a todo el mundo con el pretexto de haber estudiado fuera del país y ser hijo de otro de esos padres alcahuetes que también, con sus influencias, saben cómo joderle la vida a la gente; “hijo de tigre sale pintado” dicen por ahí. El “Gutiérrez” no sabía lo que hacía cuando negó a la profesora la oportunidad de publicar por última vez un libro con el respaldo de la universidad y su editorial. Haciendo gala de su tonta petulancia de sabiondo juvenil, el decano echó de su empleo a esa señora que tantos problemas había dado a la institución con ese achaque tan suyo de no perdonar ni una centésima a la hora de definir las notas de sus alumnos.

Podía no ser la mejor en cuestiones de interacción social, pero la profesora Sarita López sabía a quién recurrir en este caso; conservaba a Gerardo, su amigo de toda la vida que ahora tenía un puesto muy importante en un instituto de investigación científica. En la cafetería del centro, donde de vez en vez se veían para hablar, Gerardo escuchó atentamente la historia y los pormenores del descubrimiento logrado por su amiga y ex-compañera. Cuando ella finalizó su parlamento el hombre inmóvil que la miraba de frente sólo pudo conducirla a su oficina para hacer el papeleo y autorizar la publicación del libro.

Doña Sara López, la primera mujer colombiana en ganar un premio Nobel de Medicina ahora gasta dinero a borbotones en su diversión predilecta: tirarse una, dos o tres veces por noche a los jovencitos inconformes con su mesada; esos,   los hijos de padres alcahuetes, influyentes y tacaños.